Hace ya algún tiempo y por estas fechas, cruzaba los tres desiertos de Arizona camino de Congress y de allí, a los pocos días, el amanecer me sorprendía en el Monument Valley, en el punto de Forrest Gump, donde se paró después de cruzar un par de veces Estados Unidos corriendo y dijo aquello de “estoy cansado, creo que me iré a casa” y puso fin a la mejor fuga de la historia, la que nace de lo más sencillo y auténtico, la de correr por el simple hecho de ser feliz, y nada más.
Después de ese punto yo no me fui a casa, ¡qué va!, seguí pedaleando, había salido desde el Océano Pacífico en el muelle de Oceanside y el Atlántico me esperaba en una línea de meta por el muelle de Annapolis (Whasington), 4950 kilómetros, 300 abrazos, y 5000 canciones después.
Era junio del 2018, y estaba inmerso en la carrera de mi vida, la que me había costado tres años llegar a la línea de salida y que para terminarla tan sólo utilicé once días, la Race Across América.
La carrera va y vuelve cada año mientras yo me voy alejando de ella sin opción a volverla a ver, a vivirla y llorarla como lo hicimos aquel año, en aquella maravillosa secuencia de días para la eternidad, en los que pedaleaba 21 horas y parábamos 3 para comer algo y dormir, siempre en la misma hora, de 22.00 h a 1.00 h., cuando se acercaban los amigos del equipo de apoyo y me decían aquello de “Willicow, ya es la hora, tenemos que empezar otra vez”. Sin duda el mejor despertar de la historia.
Días en los que no había nada más que la bicicleta y seis amigos de guardia que cruzábamos Estados Unidos a golpe de canción, café y celebrábamos cada amanecer y cada anochecer como si estuviéramos dentro de la canción de “Mañana” de Mikel Erentxun. La fiesta final de un viaje al que al punto final de los finales fue imposible meterle unos puntos suspensivos. El último vuelo del hombre bala, ya sabéis, pero esta vez fue así.
Para mí la RAAM ahora, son Asier, Marta, Arantxa, Xabitxu, Oscar y Perdi, es el muelle de Oceanside, es el desierto de Borrego Springs, una hamburguesa en Congress y la canción de “lo malo” en el Wolf Creeck Pass, son las rectas de Kansas y una tormenta de 48 horas por el Misisipi, es la batalla de los Apalaches y la sonrisa de Michael Conti, es el cumpleaños de Marta en un podio a orillas del Atlántico que fue el cumpleaños más feliz de la historia, es una habitación doble para siete personas con dos trofeos que celebrar y dieciocho Budweiser. La RAAM es un montón de secretos entre las notas de una canción para dos.
Y la RAAM también fue un tercer puesto que me supo a despedida, a pañuelo de estación, a punto final, a un avión de vuelta a casa que voló a sangre fría para devolverme al inicio sin opción de empezar otra vez, con un buen puñado de lágrimas, en modo canción mejiacana de la “Llorona”.
“Ayer lloraba por verte y hoy lloro porque te vi”.
La travesía por el vacío que me dejó semejante fiestón duro más de lo previsto, y aunque tuve varios intentos de repetir sensaciones por Suiza e Italia ya nunca nada fue igual. En aquella meta final en la costa este de EEUU, cerré un círculo que había abierto veinte años antes y me quedé atrapado en él sin opción de salir y sin muchas ganas de reír, la verdad.
La vida avanza con el labio partido, ya sabéis, pero avanza, y las metas que ahora lloro son las del Miguel y los mejores abrazos de mundo en torno a una bicicleta se los llevan sus compañeros de club, que también visten de Cafenasa como yo en la RAAM y se los merecen mucho más que cualquier ultrafondista de la vida.
Y mejor podio de la historia ha volado desde Annapolis hasta Villava, y ha borrado de un plumazo al austriaco Strasser para poner a Adur junto a Miguel Induráin, marcando la salida de una nueva carrera interminable, en la que no hace falta ganar nada para celebrar en equipo, a lo bestia y como si no hubiera un mañana, el éxito de avanzar con una sonrisa por nuestro día a día con nuestras bicicletas. Y con todo por llegar, por sorprendernos, por disfrutar, como en los once días más chulos de mi vida.
Como lo hacen Oihan, Jagoba, Julen y Alex, los nuevos ultrafondistas del Cafenasa, inmersos en una carrera que vuela muchísimo más alto que los 55 kilómetros de turno, del dorsal, la clasificación y las zancadillas que la estúpida precocidad del deporte profesional les pone cada fin de semana y de los buitres que visten de profesionales a adolescentes, que cercenan por lo sano la alegría de la progresión, que disfrazan de “formación y valores” la rentabilidad de su equipo profesional de turno.
Gente que enviaba al desierto de Arizona sin chaleco de hielo y sin equipo de apoyo, y si me apuráis, sin canciones de Mikel Erentxun. Sé que soy bastante duro, sobre todo por el tema de las canciones, pero ahora mismo les deseo cien años de soledad.
Hasta aquí, y con la banda sonora de la RAAM 2018, mi desesperada entrada anual por estas fechas al blog, más de lo mismo, lo sé. Sigo llorando la RAAM y detestando todo lo que no aporta nada al ciclismo base. A la RAAM no volveré, pero he vuelto al Villavés y sigo siendo ultrafondista y tengo a Mikel Erentxun y un buen puñado de compañeros entrenadores para continuar dentro de la canción de “Mañana”.
Porque eso de “yo quiero verte amanecer y verte anochecer”, eso es eterno.
Willow
Ahora sí, os dejo con “A pleno sol”.