“Darle la vuelta al cuerpo; blog de un ciclista de ultrafondo”

ENTRE SANTIAGO DE COMPOSTELA Y SALOU, ME QUEDO CON ADRIÁN

He llegado a este final de temporada más fuerte que Primoz Roglic, pero mucho más, devoro kilómetros con más ilusión que Joaquín Unzué, y he vuelto a pasar noches sobre la bicicleta como si no hubiera un mañana, con mi bolsica de manillar que tanta guerra da entre sus detractores y los nuevos temazos de Mikel Erentxun de su disco “Septiembre”.


Primero fue un vuelo sobre el Tourmalet, Soulor y Aubisque saliendo desde casa. 23 horas que me dejaron uno de los mejores amaneceres sobre la bicicleta, arriba del Tourmalet, con un color rojo subiendo desde el valle allá por San Marie de Campan camino de La Mongie, y Mikel Erentxun y el ultrafondista venido a menos coronando el puerto. Era inevitable ponerse a llorar de alegría y también ponerse bien de ropa, para no llorar de frio bajando desde sus 2114 metros de altura hacia Argeles Gazost.


Salió como tenía que salir si no preparas una salida de 550 kilómetros como se merece. O como dicen Los Secretos “que todo salga mal no es tan malo”, pues a mí me faltó la comida durante toda la noche por Francia, me quedé sin batería en el cambio electrónico, me olvidé las pastillicas de sales de 226 que suelo llevar y un pequeño alcorce imaginario en mi cabeza me llevo directo a conocer cuarenta granjas francesas con sus cuarenta caminos y cuestas.


Para no comer fui más despacio, para cargar el electrónico me paré en una tienda de bicis media hora y para superar mi pequeña Montaña Suiza de granjas, pues no sé lo que hice, pero salí de aquello, así que la fuga fue un éxito total y rotundo.


Y el verano se estaba terminando y Santiago de Compostela seguía estando a 700 kilómetros y treinta horas de casa, como siempre, pero el calendario cadete aprieta los fines de semana y el periódico algunas veces vuelve a ser en blanco y negro y le faltan unos cuantos colores que alegren la vida y te inviten a un peregrinaje sin sentido.


La vida avanza con el labio partido, pero avanza y las carreras de Miguel terminaron y muy bien, por cierto, y yo decidí que lo único en blanco y negro que había en mi vida era el temazo de “El canto del loco” y que Santiago me estaba esperando una vez más, y el lobo de Rabanal del Camino, y el bocadillo de cena en Valencia de Don Juan, y el desayuno en Portomarín, y la subida alternativa a las obras de O Cebreiro, y el pincho de tortilla a la salida de Burgos, y la niebla bajando el Poio hasta Sarriá y la alegría del “atajo” a Palas de Rey, y el miedo de coronar la Cruz de Hierro de noche, y el café de Mélide y la lágrima que se arranca después de Arzua y desemboca esa noche en Santiago en un barril de cerveza que mata de sed.


Porque así es el Camino de Santigo sin parar, como un revolcón de situaciones y sensaciones vividas al límite durante 30 horas, una invitación para la suerte, como dice Silvio, aunque a mí ultimamente me tiene en bucle el “suspiro de gratitud”


Sin salir de Santiago de Compostela hacia casa ya tenía la siguiente proposición indecente en mi Whatsapp, esta vez la jugada era volver al Mediterráneo más familiar del mundo, al de la Playa de Capellanes en Salou, al de los Sauledas, unos septiembres llenos de helados de La Ibense, de pulpos y barcas pinchadas y meriendas en el Barcarola y salidas en bicicleta hasta La Pineda y gracias. A estas alturas del partido no tengo que aclarar que el viaje a Salou iba a ser en bicicleta y sin parar ni para tomar impulso.


La suerte volvía a caer de mi lado, esta vez en la sonrisa de Iciar Sauleda y la lágrimas de felicidad de su padre, al encontrarnos días antes de mi fuga y recordar aquellos años con la misma ilusión que los recuerdo yo cada vez que voy por allí, y últimamente voy como tres veces al año, siempre en bici y siempre feliz. Y siempre me traer unas imágenes acojonantes de una tremenda adolescencia, cuando “mañana era nunca y nunca llegaba pasado mañana”, como la pinta Joaquín Sabina.


Así que con este panorama ya no quedaba ni rastro del labio partido y el periódico, como la vida, ya viajaba a todo color. Y nada mejor que emprender un viaje de 400 kilometros y 14 horas con un amigo de 21 años, vestido de Caja Rural hacia Salou, para que la vida fuese bella ya entrase en otra dimensión. Y entró, vaya que si entró.


Hace años que le hice la promesa a Adrián Losarcos de llevarle en bici hasta el Mediterráneo, y después de tres temporadas en el campo Sub 23 del ciclismo y con un sinfín de carreras y vueltas terminadas, el chico ya estaba preparado y había llegado ya la hora de cumplir mi promesa.


Mikel Baraibar veía más claro que era Adrián el que me iba a llevar a mí hasta el Mediterráneo y no al revés. Y conforme pasaban los días yo me iba inclinando hacia la “opción Baraibar”, así que descansé bien los días previos y pensé que si había conseguido superar un Camino de Santiago mano a mano con Joaquín Unzué, quizás tenía alguna posibilidad de llegar vivo a Fraga y una vez allí ya gestionaría la zona de puertos por Flix y Vandellós.


El vuelo número 300 más o menos hacia el Mediterráneo fue todo un éxito y sin ninguna duda el más feliz de todos ellos. La clave fue la compañía, Adrián, que fue como viajar durante 14 horas a un mundo lleno de bicicletas, de planes, de aventuras y de alguna desventura, que nos hicieron saltar del calorazo de la Vuelta a Extremanuda sub 23 al desierto de Arizona y de los árboles de Pistachos en Malais a los eucaliptos de Galicia, y del nuevo Shimano 105 electrónico a las zapatilla DMT de Pogacar, y cuando llegábamos a Salou decidimos saltar hasta Reus para dejar el viaje en 400 kilómetros, la eterninad al portador, ya sabéis.


Y lo vamos a dejar por aquí, que al periódico se le está cayendo el color otra vez, será el otoño, y al labio le hace falta un punto de sutura y mí hacer punto final.


Pero al hombre bala aún le queda un último vuelo, un vuelo que lleva la capa de los héroes del Phelan Mcdermid, un viaje compartido con Aldolfo, Juli y Juan y unos cuantos amigos más que nos llevará desde Barcelona a Madrid y que se merece un blog de los buenos, con más color que el Diario Vasco. Yo os lo cuento, prometido.


Willow


No tengo claro qué tema puede acompañar a este blog, ando, como siempre y como en todo, dudando entre mil opciones. He pensado que como no os he compartido nada del concierto familiar de Joaquín Sabina en Pamplona, os voy a dejar con la canción que arrancó el espectáculo, “Cuando era más joven”, cuando la vida era dura, distinta y feliz.