“En estos momentos volamos a 12000 metros de altura sobre el océano atlántico, la temperatura en el exterior del avión es de 40 grados bajo cero y tenemos una velocidad de crucero de 980 kilómetros hora”.
Me acuerdo escuchar semejante despropósito en el vuelo Bilbao Tenerife donde íbamos mi amigo Iñaki Estalés y yo a quemar los últimos coletazos de la terrible adolescencia. Aquellos datos me parecieron ciencia ficción y entonces tuve la certeza de que en ese momento nada estaba en mis manos, no tenía ningún control sobre la situación. Era algo nuevo para mí y entré en pánico.
Unas pequeñas turbulencias me hicieron preguntar a la azafata si íbamos a morir, quería que me dijera la verdad del desastre que se nos venía encima, mi cabeza iba más rápida que el avión, directa al desastre.
El avión aterrizó sin ningún problema en el aeropuerto de Tenerife sur, tampoco lo recuerdo muy bien, creo que acabé con las reservas de vino peleón que había a bordo. Lo mismo me daba haber aterrizado en Moscú, pero por suerte lo hicimos en Tenerife, y quemamos Tenerife, vaya si lo quemamos. En fin.
Desde entonces nunca he volado tranquilo, pero he conseguido volar con más dignidad con la que aterricé en aquel vuelo.
Esta situación de alerta de la mierda del Coronavirus me tiene de la misma forma. He pasado de la felicidad plena con Irache y nuestras Pinarellos en Cambrils a volver a estar a 12000 metros de altura en un avión sin piloto y sin paracaídas, y sin opción de salir para saltar al vacío.
En pocas horas he pasado de pensar que haría con los críos en casa y con el trabajo a una preocupación e incertidumbre con la deriva de los días y sus datos.
Vamos mirando la maldita curva del virus que sigue subiendo como la montaña Suiza de Monte Igueldo, hasta el cielo, a golpe de ventana y Riau Riau. Miramos a Don Pepito o a Paquito el Chocolatero para no mirar el caos que se está organizando, nuestra salud está herida y nuestro sistema en jaque.
Y se avecina un batacazo económico en toda la línea de flotación de las familias, de los autónomos, de los comercios, tiendas, los deberes siguen pero no entran ingresos.
Las empresas no han tardado ni cinco días, cinco, en superar el número de ERTES de todo un desastroso 2012. Y precisamente son los primeros cinco días de una situación que no sabemos cuánto va a durar.
A mí no sacar a pasear la nueva Pinarello me da igual, de verdad, estoy centrado en sacar el trabajo adelante, y en todos los datos que no están bajo mi control y que cada vez son peores, que me están haciendo trizas, como a todos, imagino.
Hago rodillo, pero por alguna extraña razón he vuelto a las canciones de Joaquín Sabina, aquellas que nos llevaron a Tenerife a Iñaki y a mí. Y con ellas mil recuerdos de aquella adolescencia que nos quemaba en las manos y que tanto nos duró.
Un recuerdo que me viene estos días sobre el rodillo: En Arzoz, Unai Barazabal ganaba la carrera del Valle de Guesalaz a ritmo de aquel “Así estoy yo sin ti” de Sabina. Entonces Irache era la periodista que Diario de Navarra mandaba a las carreras de tierra Estella y yo el entrenador del Cafenasa Villavés que le invitaba a seguir la prueba desde el coche de equipo, imagino que a Chema Garcés lo había mandado al asiento trasero.
Y así, cambiado de música pasamos la mierda del Coronavirus en el rodillo, a golpe de recuerdos, a 12000 metros de altura y sin poder saltar a ningún sitio, solo esperar a que el golpe final de los finales nos permita volver a sonreír en la carretera de Monreal sin demasiadas cicatrices.
Es curioso, o quizás injusto como cambia la película en pocos días, ahora estamos instalados en la zona más básica y elemental de la necesidades vitales, la base de la pirámide, volvemos a mirar a bienestar de nuestros familiares y amigos, que pase pronto y que podamos volver a llegar a unas vacaciones en “Salou en temporada baja”, y nada más.
Más triste que un torero al otro lado del telón de acero.
Que el vértigo pase y que en vuestras ventanas luzca el sol cada mañana.
Willow