Andábamos el pasado finde por el Villavés con la gota de lluvia en el lagrimal, despidiendo un año que ha sido tremendo y a una generación, la del 2007, que dejaba el club tras su paso por las escuelas de Dani, los cadetes del incombustible Tarazona y los juniors de los mejores directores de ciclismo desde aquí hasta Oceanside y me quedo corto.
Una comida en la sociedad de referencia del club a la que acudimos entre 40 y 70 invitados (porque nunca tuvimos claro cuantos íbamos a estar allí sentados), y un buen puñado de fotos y recuerdos fueron el punto final de los finales al que todavía, los cadetes, le vamos a meter un buen puñado de puntos suspensivos en forma de fuga a Port Aventura.
Corrían el vino y las historias de Igoa a la par, ajenos al desastre que iba a dejar el cielo entre Los Arcos, Luquin y Pamplona, oscuro como un túnel sin tren expreso, como en la eterna canción de Joaquín Sabina “Así estoy yo sin ti”, ese encadenado de frases para la historia que reflejan la derrota de la vida.
Y así, entre nuestro corazón y nuestros asuntos, la vida de Cruz Urabayen se iba con la temporada, en el otoño ciclista, cuando termina la carrera de Villava que una vez corrimos juntos y del Giro del Lombardía, la clásica de las hojas muertas, que no lo llegamos a correr ni él ni yo. Un desastre total, porque no hay palabras de consuelo ante tal derrota de la vida, ni mercromina suficiente en el mundo que pueda curar la herida que deja su marcha. Imposible.
Porque me destroza ver a los Urabayen como los vi el otro día en la despedida de Cruz en Los Arcos, una familia que quiero mucho y desde hace mil años. La familia perfecta para coger rueda y dejarse llevar hasta el infinito y más allá. Un ejemplo de trabajo, paciencia y entrega al ciclismo y a la gente.
Para mí una referencia clara cuando empecé mi vida de entrenador en el club, porque derrochaban los mejores valores que debe tener el ciclismo de base, que son los que tantas y tantas veces hemos dejado por aquí, y que tanto hacen falta en este ciclismo actual de triunfitos. Un espejo que devuelve la entrega total por el Club Ciclista Estella y por la Federación, y siempre juntos, Cruz, Miguel y el resto de una gran familia que son indispensables en cualquier cuneta de tierra Estella, como Jaime Bacaicoa, básicos y eternos. Maestros.
Y por allí Cruz hijo, amigo, amigo de mis amigos, amigo de Cano, del curso universitario que repitieron y que según Cano fue “irrepetible”, y amigo de su familia, y amigo de volver con una sonrisa y en cinco minutos al año 90 para vestirse de “Video Ega” y para recordar las bocinas que sonaban a canción de “la cucaracha”, un ataque brutal detrás de Jokin Lazkoz o un trofeo totalmente apañado en la carrera de Luquin.
Mañana ponemos rumbo a Port Aventura, para celebrar una temporada que les ha llevado a los cadetes con sus bicicletas por mil lugares y a mí, con mi vieja licencia de director de vuelta al club, para seguir pintando la sonrisa de Cruz en las caras de los críos.
En el viaje de ida, entre temazos de Mikel Erentxun, les contaré la cantidad de veces que Cruz (padre), intentó llevarme a la federación con él y cómo Pepe lo impedía siempre con un “todavía no está preparado”. Entonces me cabreaba y me enfadaba, y ahora me cuadra todo, porque veo que haría lo mismo si David Zaratiegui viene a por Asier Lasa, Romeo o Pello, mentiras piadosas, supongo.
Termino: el año que viene, volveremos a la carrera de Luquin para seguir contando la historia y quizás hayamos cambiado las lágrimas por un recuerdo azul y feliz de Cruz, algo que nos ayude a seguir aplaudiendo y ayudando a los jóvenes ciclistas desde cualquier cuneta, como hacen los Urabayen, porque si Cano es el mejor amigo de la historia, los Urabayen son la mejor familia de la historia en torno a una bicicleta.
Willow